En las cuevas de L’Oiseau, al norte de Francia, se encontraron dibujos y una estela con signos repetidos y asociados con ellos. Eran incisiones en la piedra de la gruta. Posiblemente las figuras tuvieron color, pero la humedad del mar cercano lo hizo desaparecer, impregnando las superficies de sal.
Los arqueólogos, el doctor Gunnar Palm entre ellos, estaban limpiando las ranuras con suaves pinceles, como si pintaran la Capilla Sixtina. Fotografiaron cada signo y luego los rearmaron sobre una mesa. En la tienda estuvieron tres meses, aprovechando el clima benigno de verano. En otras estaciones era difícil trabajar. Los fríos intensos entorpecían la vida de campo y las fotografías se deterioraban. De modo que seguían el trabajo al amparo del confort en la ciudad, en Estocolmo.
Lo que más les llamó la atención fue descifrar un lenguaje de sólo tres palabras. Las encontraron repetidas en escenas y pudieron así reconstruir la vida de relación de ese grupo que habitó las cavernas hace cincuenta mil años. Denominaron el lenguaje «Poe-L’Oiseau» en homenaje al escritor que le gustaba descifrar enigmas.
Las tres palabras eran: «sí», «no», «infinito», y los arqueólogos explicaron su uso del siguiente modo: cuando se recibía comida se agradecía diciendo «infinito», porque esa palabra abarcaba todos los sentimientos de gratitud que se querían manifestar. Si una mujer estaba embarazada, como una de las figuras de la gruta, se decía «infinito» al mirar su vientre, porque escapaba a la comprensión de dónde venía ese nuevo ser, ya que no establecían conexión entre la sexualidad y el embarazo.
A veces usaban dos palabras. Por ejemplo: «sí» y «no» quería decir tal vez, o «infinito» y «no» quería decir «morir»; «infinito» y «sí» significaba el sol. El «sí» afirmaba la vida y el «no» implicaba su ausencia. «Infinito» era todo lo misterioso, las fuerzas naturales que no tenían explicación y que excedía los monosílabos.
Acostumbrados a los largos fríos y las vidas breves, no conocieron la vejez degradante. En un escenario de lucha frontal por la subsistencia, los más aguerridos cazadores pintaban lumbres en su pecho, como una invocación al fuego, que todo lo devora, para que les prestara su poder en las cacerías. (El ocre encontrado en pequeños cuencos de hueso lo afirma.) Parte del trofeo se le entregaba para que lo consumiera. Un grito surgía cuando la llama se alzaba alta sobre la ofrenda. Algo gutural resonaba en el vacío, mientras las criaturas gorjeaban fascinadas. El fuego también necesita alimento. Aprendieron que la brisa lo aviva, que es enemigo del agua y que calcina la tierra que lo sostiene. Sin embargo, como un pequeño sol calentó en las cavernas los dolientes fríos del norte, ahuyentó a las fieras y dio luz en las gargantas oscuras de la roca. Las mujeres lo atizaban, como un rito, y a su calor armaban túnicas con la piel de los animales. Debajo, sus cuerpos desnudos brillaban con la grasa de las presas que el fuego derretía.
Las criaturas que sobrevivían aprendían temprano a buscar alimento cuando el pecho materno se había secado. Arañaban la tierra, seguían al hombre que les enseñaba el acecho paciente y viril de matar un animal más grande que él. El niño se hacía hombre a imagen de otro, con miedos que conjuraba el fuego, con victorias que inundaban la caverna de grasa ritual, con la muerte de la bestia o la propia. Estos seres compartieron con la naturaleza sus mismas leyes, las acompañaron, pero fueron destruidos por ellas, a pesar de que no las contradecían, porque en su mismo ser estaba el «infinito» como principio y como fin.
Gunnar, que llegó a esta interpretación, se quedó mirando por la ventana cómo caía la nieve sobre los pinos. El «sí infinito» alumbraba tenuemente el invierno.
Por la mañana, cuando sus compañeros aparecieron en el laboratorio y le trajeron el material ordenado, agradeció con un «infinito». Ellos rieron porque sabían de qué se trataba, pero a medida que pasaron las horas, no lograron arrancarle más que los sabidos monosílabos. Se despidieron con «infinito» y Gunnar volvió a su casa. Caminaba como si hundiera por vez primera las botas en el suelo blanco. El viento helado le castigaba el rostro sin que él lo impidiera. Con cierto desgano abrió la puerta y el tintineo de la campanilla lo anunció. Cuando vio las imágenes en el televisor y a sus hijos como hipnotizados, lo apagó de un golpe y se fue a su cuarto. Mientras los chicos lloraban, su mujer quiso saber:
—¿Qué pasa, Gunnar? —No obtuvo respuesta.
Luego bajó a comer. Algo aún respondía a los hábitos. En la mesa miraba los cubiertos, los platos, pasaba el dedo por el borde. Se detuvo en el vaso con agua. Una parte del río estaba ahí, con nostalgia de nieve y de montaña, una parte de «infinito» para beber. Comió en silencio. Silencio de presagio, como la quietud en las copas de los árboles que en breve se van a sacudir con la tormenta. Al levantarse de la mesa tan sólo dijo «infinito». Ella lo miró asombrada. Él se acostó en otro cuarto, puso el colchón en el piso y durmió.
Al día siguiente no fue a la oficina sino a caminar por la orilla del río. Cruzó el puente que, como una giba, tendía su armadura de hierro. Bajó unos pasos sobre la orilla y se sentó sobre una piedra a mirar cómo el agua discurría entre escarchas o hacía rulos al pasar, repitiendo el mismo dibujo. Siguió caminando sin rumbo en la esperanza de hallar un refugio, ¿una cueva?, pero sólo encontró edificios y luces artificiales en la larga noche, que lo encandilaban más que la luna y las estrellas. El hambre empezó a afilar sus agujas y buscó un pez por las orillas, un cangrejo, pero no encontró nada. El río ya no tenía vida. Estaba contaminado. Cuando fue «no», la noche temprana del norte, se arrinconó bajo un alero y se durmió. El frío lo despertó abrazado a unas maderas que logró juntar antes de quedarse dormido. Buscó cómo prenderlas y por más que frotó una contra otra no logró arrancar la chispa que le diera fuego. Había olvidado que llevaba una caja de fósforos en el bolsillo. Amaneció débilmente, y se despertó con un hambre punzante, que lo hizo correr hacia un negocio en que vio panes tras una vitrina. Entró y tomó uno, pero al grito de su dueño tuvo que escapar. Pálido y tiritando se sentó bajo un puente. No había fuego, ni compañía, ni comida. Las lágrimas caían por sus mejillas barbadas y mansamente murmuró «no infinito».
Con sigilo, un foco lo buscó bajo el puente y se detuvo sobre su cuerpo ovillado. Su mujer gritó:
—¡Gunnar!
Él levantó con esfuerzo la cabeza y con un viejo cansancio dijo «no» y se dejó caer. Su nombre le sonaba lejano, como eco que golpeaba en el murmullo del agua.
Ya no tenía más palabras para nombrar el mundo que «infinito no», «infinito no»... mientras el día asomaba su «sí» en un gajo de luz cerca del río. De livia Felce ( Sole )
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